sábado, 2 de octubre de 2010

Estimados amigos
Gracias por su visita

El siguiente es un trabajo especial, encarnando a un estudiante secundario. Grato es recordar aquellos hermosos días de colegio, ingrato también, el saber que las cosas en la transportación urbana de Latacunga no han cambiado.

Fotografías y Texto:
R. Paúl López Chamorro
OPIP.-.EntretenimientoS
Producción audiovisual creativa


‘El diario de un pasajero’




Infracciones de tránsito, irrespeto a los usuarios, discriminación y exceso de velocidad, ahora cuestan 0,25 centavos.





Son las 06:35 del martes y cerca de 15 estudiantes esperamos la llegada de un bus que nos transporte hasta los colegios ubicados al otro extremo de la ciudad, en el sector de La Laguna.
Jóvenes vistiendo los colores tradicionales de nuestra institución educativa; gris y celeste, jean azul, algunos con el color caqui, damos matiz a una esquina que a esa hora de la mañana, está bastante movida (San Felipe).
Dos fuertes pitos y luces incandescentes que se encienden y se apagan a lo lejos, anuncian la llegada de las unidades de transporte, más bien, el arribo de la carrera automovilística que emprendieron los choferes de esas unidades, al ver tan ‘jugosa’ tripulación de pasajeros.
El deseo de coger a esta docena y media de jóvenes pasajeros es tal, que ninguno de los dos conductores se detiene en la parada de buses ubicada frente a la plaza de animales, que está a dos cuadras de la nuestra, ahí había dos pasajeros.
Nosotros, en realidad, no estamos en la parada de buses, nos encontramos debajo del semáforo esquinero.
La carrera de buses llega a su clímax, cuando el semáforo sobre nuestras cabezas cambia su color, de verde a amarillo. Las normas de tránsito vehicular establecen que si automotores (de cualquier tipo) se encuentran con el color amarillo en el semáforo, antes de llegar al cruce de vía, deben, obligatoriamente detenerse.
La norma poco importa a los conductores ‘profesionales’ y ambos cruzan la vía (de norte a sur), mientras los vehículos que circulaban de este a oeste (vía a Pujilí), empiezan a acelerar.

Al final, solo uno de esos buses consiguió ubicar su puerta de acceso frente a nosotros. Todos los estudiantes subimos abruptamente a la unidad, y es que los vehículos que no pudieron circular de este a oeste, pitan sin descanso; las llantas del bus siguen girando y lo más grave, al parecer, es que el otro bus ya se adelantó en el trayecto.
“Suba, suba, siga para atracito, ahí en la mitad hay espacio, siga para atrás”, es el grito de un joven ayudante (controlador), que no debe tener más de 15 años.
Bueno, todos estamos parados y como es día de feria (martes) el bus está repleto. Sosteniéndonos con mucha fuerza en los tubos superiores, unos y otros chocamos nuestros cuerpos y así nos estabilizamos. Increíblemente yo aún no acababa de acomodarme y el bus ya había llegado a La Estación.
La gutural voz de un animador de radio llama mi atención; luego, una estruendosa música empieza a sonar y el conductor sube aún más el volumen, seguramente para que no se escuche el quejido recurrente de sus pasajeros.
Hay unos usuarios muy pequeños, tal vez de octavo año de educación, que por su corta edad y tamaño, solo logran sostenerse el uno del otro. La imagen me arranca una sonrisa, y es que los pequeños estudiantes, ríen por la cantidad de golpes involuntarios que propicia su ‘va y ven’ a las simpáticas estudiantes victorianas que están junto a ellos.
El bus ha llegado hasta la cuesta de la avenida 5 de Junio y calle Antonia Vela. El chofer inclina su cuerpo y baja el volumen del radio con la mano izquierda, mientras con la mano derecha, cruza por su pecho una correa de tela gris, colocando el extremo de ésta debajo de su pierna.
Era el cinturón de seguridad, pero lo único que aseguro esa maniobra, era conseguir que el policía que estaba en media calle, no le llame la atención.
La posición del bus, simulaba uno de los juegos de un parque de diversión, y aunque inclinados todos en media cuesta, el chofer esperaba pacientemente que los tres buses que estaban en la única parada (comercial chino) del lugar, lo desalojen para él estacionarse.
“Rapidito, rapidito, bajen rapidito que se atrasan al colegio”, gritaba en tono irónico nuevamente el controlador adolescente. Casi la totalidad de pasajeros abandonaron la unidad de transporte en ese lugar.
Ahora sí, un poco más cómodos y menos apretados, el reloj marcaba las 06:45; aún hay tiempo para llegar al colegio.


Al arribar al sector de La Filantropía, dos personas de la tercera edad esperaban la llegada del bus. Estiraron la mano para que éste se detenga, pero el motor emitió un sonido más intenso y su velocidad aumentó.
Me pregunto ¿por qué el chofer ‘profesional’ no recogió a esos pasajeros?, seguramente porque solo iban a pagar la mitad del pasaje, y con tanto estudiante que está en el bus, la ‘perdida’ debe ser grande.
El resto del recorrido es igual; a lo largo de la calle Quito, el chofer utiliza una especie de sirena que se activa al contacto de un cable con el metal de la palanca de cambios.
El molesto sonido, similar al de una alarma de carro, tiene varios usos: alertar a los peatones para que no se crucen por su camino, llamar la atención de posibles pasajeros, pedir espacio a otros automotores para rebasarlos y sobre todo, sirve para ‘bacilar’ a las amigas y a otras atractivas señoritas que caminan en la calle; casi se me olvida, también para saludar con choferes colegas y amigos del volante, ya que todos cuentan con la misma irritante sirena.
Al fin llegamos al colegio (06:55), y por su puesto, damos las gracias al bajar de la unidad. Segundos después, pensaba que ese agradecimiento en realidad no era por el servicio brindado, sino más bien las gracias pero a Dios, por haberme permitido llegar con vida a mi destino.